«En esta vida en contacto con la naturaleza salvaje he hallado una forma de volver a tocar el mundo. Una forma. Vivir la vida que se puede vivir aquí, renunciando al máximo a esa otra: a las manecillas del reloj, a las horas y a los salarios». Es el testimonio de quien quiso hacer realidad uno de sus sueños: vivir en el bosque, en las tierras del norte, en esa inmensa extensión de naturaleza que es Alaska. Por eso al leer las memorias de John Haines uno se siente inmediatamente transportado al lugar, cerca de Richardson, donde pasó, en diferentes momentos, alrededor de veinticinco años, viviendo de lo que la naturaleza ponía a su disposición: «La caza y la pesca, los frutos silvestres, los animales de las trampas, la leña que quemamos y los alimentos que comemos, todo nos lo da este lugar». New York Times Book Review lo describió muy gráficamente: «Una vida así quizá ya no sea posible. Por eso es una suerte que un escritor con la excepcional mirada y la elocuencia poética de John Haines la haya vivido y, mejor aún, la haya compartido».
¿Qué hace una persona en un lugar como este, tan lejos y tan sola? Para empezar, se fija en el estado del tiempo; en las estrellas, la nieve y el fuego. Esos son los libros que más lee. Y todo lo que hace, desde traer leña y cubos de nieve a la cabaña hasta salir a tirar el agua usada, le obliga a pasar un rato al aire libre, fuera de sus muros, de sus libros escritos por hombres y de su soñadora cabeza. Estando aquí parado, revitalizado por la quietud y la cercanía de la noche, me parece una buena manera de vivir.
John Haines nos habla de cómo es el oficio de trampero, de cómo las estaciones cambian el paisaje y las costumbres de quienes habitan en esa tierra (en invierno la oscuridad llega a las tres de la tarde y la temperatura baja de los 30 grados bajo cero), de historias de hombres que desaparecieron sin dejar rastro (probablemente perdidos, ahogados en un río o congelados de frío), de la vez que siguió el rastro de un enorme oso, de los lobos que merodean alrededor de su cabaña, de la caza de un alce, de las historias de otros hombres, de su absoluta soledad (es maravillosa la historia que cuenta sobre un hombre que fue a la cabaña de otro para pasar una noche sin llegar a cruzar una palabra…). «Aquellos días en el campo, aquellas caminatas con los perros sobre la nieve y la hierba, las largas jornadas de caza, la matanza de los animales y todo lo demás formaba parte de la experiencia más profunda del ser humano en este planeta».
La forma en que describe la caza resulta muy cruda en ocasiones, al punto de que pueda resultar incluso ofensiva para algunos lectores, pero lo cuenta desde una profunda sinceridad, de una forma muy directa, que engancha… Aunque trata de encontrar una justificación («Doy muerte al animal por mi propio interés, igual que el lince mata al conejo, la marta a la ardilla y la comadreja al ratón»), también le asalta la duda de que lo que hace sea lo correcto: «No soy capaz de cazar y matar sin pensar ni sentir, y es posible que el acto de matar me esté hiriendo también a mí, con heridas leves pero mortales».
John Haines, nuestro protagonista, nació en 1924 en Norfolk (Virginia) y falleció en Fairbanks (Alaska) en 2011. Tras estudiar pintura en Washington D. C. y Nueva York, entre 1954 y 1969 vivió en una propiedad al sureste de Fairbanks. Como ensayista, profesor y poeta de reconocido prestigio, es autor de más de una decena de libros de poesía, así como de varios ensayos y un libro de memorias, «Las estrellas, la nieve, el fuego», publicado por primera vez en 1977, que se convirtió en un clásico de la literatura del Norte. «Un espíritu errante encontró su hogar en esta tierra. En forma de hombre abrió un claro en el bosque y construyó un refugio con los árboles que tenía a su alcance. Aprendió a vivir a la manera del lugar; a dormir y despertar, a crecer y envejecer; a observar el río, las nubes en movimiento hacia el este, la escarcha en la hierba».
¿Quién viene aquí, a esta blancura, a este lugar gélido y recóndito, en busca de algo que no sabe nombrar? Quizá no de fortuna, sino de una riqueza espiritual, de una frescura que se le ha negado en el lugar del que procede. El norte brilla y centellea; la tierra vuelve a sumirse en la oscuridad y el resplandor fugaz de una lámpara de gasolina ilumina las sombras.