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Richard Evelyn Byrd (1888-1957) fue un aviador y contraalmirante estadounidense, además de uno de los últimos grandes exploradores polares. Sin embargo, en este año en que se cumplen 60 años de su muerte, su nombre sigue sin tener la resonancia que seguramente merece.

Pero hay hechos y datos que enseguida pueden dar una idea de su relevancia y de por qué en Estados Unidos fue considerado como un héroe (por tres veces fue recibido por una multitud entusiasmada en Nueva York, al regreso de otras tantas hazañas). En primer lugar, un hecho anecdótico pero muy significativo que lo sitúa al nivel de algunos de sus contemporáneos. Cuando Byrd preparaba su objetivo de cruzar el Atlántico en avión y sin escalas, su avión, un Fokker de tres motores llamado América, se estrelló durante un vuelo de prueba el 20 de abril de 1927. Un contratiempo que permitió que dos de sus competidores por cruzar el Atlántico, Charles Lindbergh, pilotando el Spirit of St. Louis, y Clarence Chamberlain, pilotando el Columbia, utilizaran la pista de despegue especialmente diseñada que Byrd había construido en Roosevelt Fiel, Long Island. Desde allí fue desde donde despegó Lindbergh (este nombre les suena más ¿verdad?) el 20 de mayo para aterrizar treinta y tres horas más tarde en París, y convertirse en el primer hombre en realizar esa hazaña.

Y es que Byrd, que vió truncada su carrera naval en la Marina americana por una lesión en el pie, encontró en la aviación el medio para reorientar su vida: «Mi única oportunidad de escapar de una vida sin acción era aprender a volar». Quizá por eso Byrd fue antes aviador que explorador en el sentido tradicional. Aún así, y como muestra de su importancia, una región importante que exploró en su primer viaje a la Antártida recibe el nombre de Tierra de Marie Byrd, precisamente en honor a su mujer.

Pero también fue Richard Byrd, «ese gran desconocido», quien sobrevoló por primera vez el Polo Norte en 1926, realizó un vuelo transatlántico sin escalas en 1927 (finalmente un mes después de que lo hiciera Lindbergh), fue el primer aviador en alcanzar el Polo Sur, en 1929, y el primer explorador en permanecer solo durante el invierno de 1934 en la barrera de hielo de Ross, en la Antártida. Precisamente, los sucesos documentados por Byrd en SOLO, el testimonio que escribió cuatro años después y que pronto se convirtió en un auténtico bestseller, se encuentran «entre los más famosos y dramáticos de la exploración antártica», y la historia de ese invierno «al mismo nivel que las famosas sagas antárticas como la carrera entre Roald Amundsen y Robert Falcon Scott por ser el primer humano en alcanzar el Polo Sur, y el viaje increíble de Ernest Shackleton, cuyo navío Endurance chocó contra el hielo del mar de Weddell».

Allí, en la barrera del Polo Sur, con frío y oscuridad completos como en el Pleistoceno, tendría tiempo para ponerme al día, para estu­diar, pensar y escuchar el fonógrafo; y, durante unos siete me­ses, alejarme de todo salvo de las distracciones más sencillas. Podría vivir exactamente como quisiera, sin obedecer a más necesidades que aquellas impuestas por el viento, la noche y el frío, y sin cumplir más leyes que las propias.

Basta leer su estremecedor y enternecedor relato para darse cuenta de la magnitud de su «aventura». Estremecedor porque soporta temperaturas en el interior de la cabaña de más de 80 grados bajo cero –también porque estuvo a punto de perder la vida, no precisamente por el frío–, y enternecedor al mismo tiempo porque llevó consigo libros y un fonógrafo (donde escuchaba canciones como Home on the Range o Carry Me Back to Old Virginny) para entretener su soledad.

¿Por qué Richard Byrd decidió aislarse durante la noche de un invierno antártico en una cabaña en la latitud 80º 08’ sur?

Pronto todo comenzó a ir mal. Soportando una temperatura media de 50º bajo cero, y sin esperanza de ser rescatado hasta la primavera, Byrd comenzó una lucha agónica por salvar su vida. Quizá leer hoy este relato en primera persona, traducido por primera vez al español, ayude a comprender su deseo de soledad y la figura de uno de los últimos grandes exploradores polares. Byrd murió en 1957 en Boston, a los 69 años de edad, y está enterrado en el cementerio militar de Arlington.

Lo que no había contado era con descubrir lo cerca que un hombre puede estar de la muerte y no morir, o querer morir.